Rodolfo nació el 11 de agosto de 1890 en Silesia, entonces bajo el dominio de los Augsburgos de Austria, en la actual Polonia.
Ejerció su sacerdocio en la diócesis de Breslavia. Durante la guerra, entre 1914 y 1918, fue capellán militar en hospitales y en el frente.
Hecho prisionero en Trento por los italianos, tuvo ocasión de madurar su vocación a la vida religiosa en la congregación salesiana, en la que entró para hacer el noviciado en 1922.
Quería ser misionero. En octubre de 1924 fue destinado a Brasil, no entre los aborígenes, como era su anhelo, sino para hacer un trabajo pastoral entre los inmigrantes polacos desprovistos de asistencia religiosa.
Se distinguió como evangelizador y confesor excepcional. Lo llamaban “el padre santo”. Decían de él: “Nunca se ha visto a un hombre rezar tanto”. Y también que “su genuflexión valía más que un sermón y su compostura, de rodillas sobre el suelo, persuadía de su extraordinario espíritu de piedad y de mortificación”.
Pasó por diversas parroquias y comunidades salesianas. San José dos Campos fue la última etapa de sus 25 años de misión, sin jamás volver a casa y sin sentir nostalgia ni de sus allegados. Una vez le escribía a su hermano: “Nos volveremos a ver en el Paraíso y nos contaremos tantas cosas de todos estos años de separación…”
Los últimos ocho años de su vida se le veía contento de poderse consumir lentamente y de ofrecerse a Dios, generosamente, hasta el último respiro de sus pulmones enfermizos.
Sus últimos días los pasó en oración continua. No quiso aceptar ni el oxígeno ni el agua para calmarle la fiebre. Murió a los 59 años. Está enterrado en San José dos Campos.
La fama que le acompañó en vida se acrecentó en gran manera después de su muerte y son innumerables las gracias obtenidas por su intercesión.